
Pues resulta que Alejandro Magno era un señor que nació en un sitio que se llamaba Macedonia y que era hijo de un rey que se llamaba Filipo y de una reina que se llamaba Olimpia y que se llevaba muy mal con su marido. Y claro, cuando a Filipo le dan pasaporte para el otro barrio (el Hades lo llamaban ellos), al tal Alejandro lo hacen rey. Y al chico no se le ocurre otra cosa que reunir a sus ejércitos y dedicarse a recorrer el mundo, dirección Este, peleando y conquistando a todo el que se le ponía por delante. No se sabe muy bien si esto lo hace por ansias de grandeza o por huir de su madre, que era de armas tomar. El caso es que tanto luchar, invadir y guerrear, acaba formando el imperio más grande que se ha conocido, pero que no le duró mucho porque cuando se fue a reunirse con su padre al Hades ese, se le olvidó dejar un sucesor y, claro, los que venían detrás terminaron por repartirse el pastel dividiendo su imperio en trocitos.
Pues con esto, que no es original porque está en los libros de Historia, Oliver Stone ha hecho una de esas superproducciones hollywoodienses muy espectacular, muy cara y, a mi modo de ver, demasiado larga. Pero que, de todos modos, merece la pena ir a verla al cine, porque esas batallas ultraviolentas, plagadas de efectos especiales y de extras que se despedazan a ritmo de banda sonora en dolby sorround, merecen ser disfrutadas en pantalla gigante. Y eso que a mí me tocó un cabezón en la fila de delante que me amargó un poco la película.